Poetas, farsantes, soñadores, incrédulos, maltratadores, fracasados y sobre todo casados. Yo parecía ser un imán para cualquier hombre que se ajustase a alguno de estos perfiles. La verdad es que una vez pasada la cuarentena -no hace mucho por cierto-, no confiaba en conseguir ningún otro compañero de viaje que no fuese capaz de demostrar sobradamente su capacidad para fracasar o hacerme fracasar. De cualquier modo no dejaba de tener un espíritu soñador -adolescente más bien-, y esto me llevaba a seguir anhelando un hercúleo y apuesto joven que montado en su alado caballo me llevase a conocer todas esas maravillas que la vida me había negado. Mas cada soñadora tiene su antípoda realista que se encarga de abofetear moralmente a la crédula y manejable que suele tomar las decisiones.
Como era habitual, acababa de salir de una "movidita" relación, que como todas, había acabado con gritos, lloros y amenazas. Cuando una está acostumbrada a sufrir, ser feliz es sólo un pensamiento divertido. La dinámica de mis relaciones me llevaba inevitablemente a trasladar este fracaso a mi vida laboral -y como se podrá suponer, a cualquier faceta de mí gris vida-.
Trabajando como química en un laboratorio cosmético la emoción laboral era mínima pero gracias a esa capacidad para atraer problemas, sobre todo si tenían pantalones, había conseguido que ese modesto laboratorio hubiese sufrido varios líos de faldas y hasta un escándalo de espionaje industrial.
He de explicar que no soy una mujer con una belleza exagerada, ni una hembra avasalladora que merienda hombre de cinco a siete. La cierto es que tengo bastantes defectos adornados con alguna que otra virtud. Esto último no es mío, me lo dijo la otra noche un tipo en una coctelería. La cuestión es que el iluso o ilusionista, no sabría calificarlo exactamente, me dijo: "Cariño eres una cajita de encantos envuelta en esparto". Claro está, que después de una sonora bofetada y un par de gritos y una vez que el individuo de ágil lengua abandonó mi lado, comencé a pensar en su "dulce" frase. Y así, cuando apuraba mi enésimo Margarita en aquella rutinaria noche, y justo mientras brotaba de mi diestro ojo una etílica lágrima, comprendí que nunca nadie había resumido mi ser con tan pocas palabras. Así que decidí que, por aquella noche, ya era suficiente la cantidad de alcohol ingerido.
Recogí mis capas y emprendí camino hacía mi piso. Bueno, habría que hacer una película sobre mi piso, pero claro, no es ni el momento ni el lugar. Como decía, emprendí camino hacía el refugio de mi soledad física. Al menos este tipo de soledad era soportable, la otra, la soledad con guarnición, era, gracias a Dios, pasajera. Me explico, la guarnición no es más que el tipo ese que se rasca la entrepierna acostado a tu lado dos minutos antes de empezar a eructar camino del baño. Y es que es tanta la soledad que se siente al lado de un ser creado, según se demuestra diariamente para fornicar -por cierto, bastante mal en la mayoría de los casos- y ser adorado sin mérito alguno, que a veces una se siente más sola al lado de aquel recipiente de egoísmo que si estuviese perdida en mitad del espacio.
Nada más poner un pie en la calle, tomé conciencia de la pura realidad. Estaba borracha como una cuba. Ante esta situación, una dama de mi posición social solamente puede hacer dos cosas. O se coge un taxi y vuelve a casa con la mayor dignidad intentando no molestar al vecindario, o por el contrario, se toma dos margaritas más y después de un lavado de estomago, pernocta en el hospital y a la mañana siguiente regresa a casa. Tras reñida votación salió sorprendentemente la primera opción. Pensé que era una decisión sabia y que un gramo de cordura, o quizás locura, se había alojado en mi. Pero realmente lo que ocurría es que estaba deprimida como nunca, hasta el punto de saber que el alcohol no iba a cumplir su función anestésica y cegadora con la realidad. Había tocado fondo. Es más, estaba sentada en él.
El recorrido del taxi se me hizo eterno -creo que dimos más vueltas que una noria-, pero me sirvió para ir ordenando mis ideas. Al llegar a casa, extenuada física y moralmente, me derrumbé sobre mi cama. Me alegré de estar tan cansada. No tardaría en dormirme y así evitaría que mi cabeza me machacase intentando hacerme ver todas las miserias de mi existencia. Incluso me causó placer pensar que por la mañana lo vería todo de otra manera, que las ideas no se cobijarían maliciosas entre la noche y que a la luz del día todo tomaría un cariz menos melodramático.
Lo que no esperaba era tener esa noche un sueño que creo que hasta ese momento nunca había tenido. Soñé que al llegar a casa después de estar trabajando descubría que había alguien en ella. Luego la sorpresa era mayúscula ya que la persona que encontraba no era otra sino yo misma. El otro yo que encontraba era feliz y emanaba esa felicidad sobre todo y principalmente en mí. Le preguntaba qué hacía allí y me decía que yo la había traído y que el amor que podía sentir en aquel lugar era todo el amor que yo sentía por ella. Aturdida desperté y emprendí veloz camino hacía el baño. Tras vomitar y sudorosa aun del sueño, intenté analizar el significado de ese extraño sueño. Recordé una teoría de Sigmund Freud que explicaba que todos los personajes de nuestros sueños somos nosotros mismos. Pero aquello tenía que significar algo más. Pensé que a veces la explicación a cosas fantásticas o como en este caso a sueños, se encuentra en la propia realidad.
Esta tarde mi médico me ha dado una pequeña sorpresa. Es curioso como de un plumazo ha dado con la solución a varios de mis problemas. Desde esta tarde ya no fumo, ni bebo y, por fin, no tengo que buscar unos vaqueros apretados que contengan un tío. Hoy dormiré tranquila porque sé que no tendré otra vez ese estúpido sueño y fundamentalmente porque ese otro yo que me encontraba ya sé quien es. Es esa persona que llevo dentro de mis entrañas. Es mi bebe, el único ser que querré más que a mi misma. Es curioso, que el último "capullo" que se recostó a mi lado en la cama y, que mientras daba un portazo me decía que me acordaría de él toda mi vida, me haya dado lo que más quiero. Creo que quizás y por esta vez he dado con algo bueno en mi vida.